EL MILENIO. EL IMPERIO Y EL PAPADO EN TORNO AL AÑO MIL

CRISIS Y REFORMA EN EL SIGLO X

EL MILENIO. EL IMPERIO Y EL PAPADO EN TORNO AL AÑO MIL

a) El año mil

El final del primer milenio no fue, a pesar de lo que afirmaron los historiadores románticos, un período de angustias y de terrores colectivos. Ciertamente, algunos clérigos y monjes letrados habían leído el capítulo 20 del Apocalipsis y su famoso versículo 7: «Pasados los mil años soltarán a Satanás de la prisión. Saldrá él para engañar a las naciones de los cuatro lados de la tierra», y pudieron creer que el Anticristo estaba a punto de llegar. Pero ya a mediados del siglo X, Adson de Montier en Der rechazó esta creencia, y hacia 960, Abbon de Fleury hizo otro tanto. Por otra parte, la incertidumbre cronológica de esta época y la rara utilización del cómputo de la Encarnación daban lugar a que la mayor parte de la gente ignorara que se encontraban en el año mil. En los anales de la época, el año mil no llamó jamás la atención de los analistas. Fue el monje borgoñón Raúl, llamado Glaber, indócil e inestable, quien realizó la unión entre el Apocalipsis y el año mil hablando de las hambres y catástrofes de su tiempo en sus cinco libros de Historias, concluidos en Cluny, hacia el 1048, y que contienen una historia del mundo desde el comienzo del siglo X y están dedicados al abad San Odilón. Pero ¿de qué milenio hablaba? ¿El del nacimiento o el de la muerte de Jesús? ¿El de la Encarnación o el de la Redención? En el cristianismo del siglo XI, Pascua tenía más importancia que Navidad. En torno a esta fiesta se organizaba el ciclo litúrgico, ella marcaba el comienzo del año. Transcurrido el año mil sin daño alguno, Raúl Glaber puso su atención en el 1033, tenido por milenio de la Pasión, cuando una gran hambruna afligió a la Borgoña.

Es necesario esperar la Crónica de Sigeberto de Gembloux, de comienzos del siglo XII, para encontrar un texto que se refiera al año mil como un año trágico. El autor habla de un seísmo, de un cometa y de otros muchos prodigios celestes. Notemos de pasada que, desde los tiempos carolingios, los monjes redactores de anales se sentían inclinados por este género de fenómenos.

En los Anales Eclesiásticos el cardenal Baronius fue el primero que dio al año mil esta coloración terrorífica que ha conservado desde el siglo XVI. Los historiadores contemporáneos Marc Bloch, Henri Focillon, Edmond Pognon y más recientemente Georges Duby han demostrado la falsedad de la leyenda de los terrores del año mil. Es, pues, necesario quitar de nuestra mente la imagen de una cristiandad aterrorizada en la aproximación del milenario de la Encarnación, en la espera del fin del mundo y del juicio final.

b) El «milenio»

Si el año mil pasó sin pena ni gloria, es fácil que en torno a estos años se desarrollara un estado de espíritu escatológico en los medios eclesiásticos que repercutieron en el pueblo fiel. El Apocalipsis era muy comentado en Occidente y en España desde el siglo VIII. El capítulo 20,7 precisa que el demonio había sido encadenado durante mil años por un ángel, pero que después debía ser desatado por un poco de tiempo a fin de tentar de nuevo a los hombres. Otón III el día de su consagración, en 996, vistió un manto donde estaban bordadas escenas del Apocalipsis. Habían llegado los tiempos en que el diablo sería desencadenado. Con esta perspectiva, el aniversario no tenía la menor importancia en sí, pero constituía un punto cronológico a partir del cual el reino del demonio podía comenzar. Se comprende entonces que si el año mil no había registrado sucesos notables, todo el período que seguía hasta el año 1040 estuviese marcado por numerosos signos y prodigios.

En el 1014, Raúl Glaber y Ademar de Chabannes, monje en Saint Cybard de Angulema y, posteriormente, clérigo catedralicio de la misma ciudad donde escribió su Crónica, hablan de un cometa que dio lugar a incendios a su paso. El 29 de junio de 1033, según cuentan Sigeberto de Gembloux y los Anales de Benevento, tuvo lugar un eclipse de sol «muy tenebroso». Ademar de Chabannes registra en el 1023 que las estrellas combatían entre ellas como lo hacían en el mismo momento las potencias de la tierra. La naturaleza se trastornaba y nacían monstruos. Las epidemias, el mal de los ardientes y el hambre asustaban a las poblaciones, como esa terrible hambre que observa Raúl Glaber en el 1033 en Borgoña. Pero los clérigos denunciaron este desencadenamiento de Satán hasta en la mala conducta de los príncipes, en los obispos simoníacos y libertinos —también denunciados con todo vigor por el monje cluniacense Raúl Glaber— y en la aparición de herejías. A finales del año mil, Leutardo, un hombre simple del pueblo, se puso a predicar en el condado de Chálons, quemando las cruces, aconsejando que no se pagasen los diezmos, abandonando a su mujer para vivir en la castidad. El obispo de Chálons lo llamó, en la discusión lo confundió y el impostor se suicidó; pudo ser tenido por un enviado de Satán. En Orleáns —lo cuenta Ademar de Chabannes—, hacia 1020, diez canónigos de la catedral de Santa Cruz, que parecían más piadosos que los otros, fueron acusados de maniqueos. Como rehusaron volver a la fe, el rey Roberto los hizo despojar de su dignidad sacerdotal, los expulsó de la Iglesia y, finalmente, los entregó a las llamas. De alguna manera se descubrió a los seguidores del diablo por todas partes. Esto se comprende en la medida en que el maniqueísmo reposaba sobre la lucha del bien y del mal, el millennium había dado libertad de curso al mal. Raúl Glaber vio al demonio. Dueño de sus movimientos, intentaba propagar su doctrina, que la oponía en paridad con Dios. En Oriente también triunfaba el mal: el califa Hakim había destruido el Santo Sepulcro en 1009.

Para detener tantos males, para que Dios quitase de nuevo al demonio la libertad que le había dejado, los clérigos propusieron a sus contemporáneos, según un esquema clásico, hacer penitencia, pues aunque no todos creyesen en la inminencia del juicio final, interpretaban estos signos múltiples a la vez como un castigo de la divinidad, una advertencia, una invitación a hacer penitencia y a recordar el fin de los tiempos. Acciones de purificación colectivas y gestos de penitencia personales se multiplicaron. Las comunidades judías, hasta entonces preservadas de toda persecución sistemática, fueron acusadas en Occidente de befarse de Cristo y en Oriente de haber sido los instigadores de la destrucción del Santo Sepulcro y sufrieron los primeros pogroms. Masacres, expulsiones, conversiones forzadas, obligación de residir en un barrio particular y llevar una señal distintiva se sucedieron desde el siglo XI. El antisemitismo cristiano echó las raíces en la voluntad de purificación de la cristiandad. Las hogueras se encendieron para quemar a los herejes de Orleáns y a las brujas de Angulema. Los hombres multiplicaron las donaciones piadosas, las penitencias. Antes de morir, muchos pedían vestir el hábito monástico para beneficiarse del estatuto espiritual privilegiado del monje y de las oraciones de la comunidad. Los que tenían medios y voluntad tomaban el camino de Jerusalén, donde el Santo Sepulcro había sido reconstruido por los emperadores bizantinos entre 1027 y 1048. Así, consciente de los peligros que la rodeaban, dócil a los signos del cielo y de la tierra, la cristiandad occidental ensayaba, por medio de la penitencia, lograr su salvación restableciendo la paz con Dios.

c) Otón III y el Imperio universal. La cristiandad latina

Con el reinado de Otón III la decadencia del papado se detiene bruscamente y fue asociado estrechamente a los planes universales del nuevo monarca. Roma, entregada durante algunos años a las disputas de los nobles romanos, procuró ayudar al príncipe en su intento de gobierno del mundo. Otón III, que, después de la larga regencia de Theófano, accedió al poder en 995, manifestó una personalidad rica pero con contrastes. Educado por su madre en el recuerdo de Bizancio, rodeado de sacerdotes desde su más tierna infancia, concibió unas elevadas ideas sobre el Imperio y una aspiración a la perfección monástica. Tuvo por amigo a San Adalberto de Praga, el apóstol de los checos, y a San Romualdo de Ravena (+ 1027), un eremita. El monje Nilo el Joven (+ 1005) de Rossano, en Calabria, fundador del monasterio de Grotaferrata, cerca de Frascati, era también uno de sus frecuentados. El joven príncipe quería construir un Imperio que tuviera la dignidad del de Bizancio y la eficacia del de Carlomagno. Otón abrió la tumba de Carlomagno en Aquisgrán, de cuyos despojos tomó una cruz de oro que llevó siempre puesta. Su espíritu, verdaderamente voluntarioso, se elevaba hasta la concepción de un Imperio universal, concebido como un orden cristiano, como la unión de países organizados de manera idéntica, independientes del reino germánico, teniendo a Roma como capital espiritual y política. La cristiandad latina debía encontrar la unidad bajo el doble impulso del papa y del emperador.


Oton III
Para realizar un proyecto tan ambicioso, Otón necesitaba un papa que participara en su idea. Designó para soberano pontífice a su propio primo Bruno de Carintia, de 24 años de edad, nieto, como él, de Otón el Grande y hasta entonces capellán del palacio imperial. Tomó el nombre de Gregorio V (996-999) y coronó a su primo emperador en mayo de 996. Pero apenas el emperador se había alejado de Roma, los romanos se sublevaron contra el papa germánico. Crescencio II Nomentanus, encarcelado por Otón y agraciado por los ruegos del papa, retomó el poder, expulsó a Gregorio V y nombró al griego Juan Filagato, arzobispo de Piacenza, el antipapa Juan XVI (abril 997-998). Otón realizó contra Roma una expedición de castigo, restituyó de nuevo al germánico y ejerció crueles represalias. Depuesto Juan XVI fue mutilado y entregado al populacho. Crescencio fue decapitado así como sus principales auxiliares. Pero en 999 Gregorio murió, probablemente envenenado. Otón perdió un fiel auxiliar y le era necesario encontrar un pontífice con la misma disposición de espíritu. Entonces requirió a Gerberto, arzobispo de Ravena.

d) La ascensión de Gerberto de Aurillac

La carrera de Gerberto fue excepcional. Había nacido en Aquitania hacia 940, de una familia desconocida. Entró como oblato en el monasterio de San Gerardo de Aurillac, donde aprendió gramática y retórica con el escolástico Raimundo de Lavaur. Siguiendo al conde de Barcelona Borrel, partió para España; allí, bajo la dirección del obispo Hatto de Vich, estudió matemáticas y ciencias, y se familiarizó con la civilización y los conocimientos árabes. Sus biógrafos posteriores citan un viaje a Córdoba que, probablemente, no realizó nunca. Este viaje es uno de los elementos principales de la leyenda de Gerberto mago. Pero esta cultura científica y estos contactos le valieron el renombre excepcional de científico en su tiempo. Borrel y Hatto condujeron a Gerberto a Roma. Juan XIII se dio cuenta de sus cualidades y lo asignó a Otón I, que le autorizó ir a estudiar lógica bajo la dirección de Gerannus, arcediano de Reims. Adalberón, arzobispo de Reims (969-989), de una excelente familia lorena y muy devoto de los Otones, lo nombró escolástico. Gerberto elevó el nivel de la enseñanza y atrajo junto a él a alumnos procedentes de todas partes, como el futuro Fulberto de Chartres.

Otón II, hombre de una gran curiosidad intelectual, lo invitó el año 980, en Ravena, a una pública disputa científica con el escolástico de Magdeburgo, Otric, y en 982 fue nombrado abad de Bobbio. Políticamente, su atribución era muy importante, porque el abad era el conde y debía juramento de fidelidad y servicio de ost al emperador. Gerberto juró fidelidad en las manos de Otón II, de quien no se separará jamás, sirviendo con una lealtad indefectible a los intereses de la monarquía germánica. Gerberto se instaló en Bobbio en 983. Pero, después de la muerte de Otón I, debió de dejar el monasterio arruinado, pues los monjes se habían sublevado contra él. Regresó después de un año a Reims y reemprendió la enseñanza. Gerberto se convirtió entonces en consejero político de su obispo.

La lucha entre Lotario, elegido rey de Francia en el año 954, y Hugo Capeto se encontraba en su momento álgido. Después de haber soportado pacientemente la tutela alemana, Lotario intentó deshacerse de ella a la muerte de Otón I. Sostuvo a los señores loreneses revolucionados en 973, sin conseguir sus deseos y diez años más tarde se reprodujo la misma situación: los duques alemanes, alterados, rehusaron reconocer a Otón III; Enrique de Baviera se hizo proclamar rey y solicitó el apoyo de Lotario. Adalberón y Gerberto idearon una vasta conspiración para servir a su maestro, reclutaron aliados entre el alto clero y la nobleza. Gerberto multiplicó cartas y contactos. Las muertes sucesivas de Lotario en marzo de 986, y después de su hijo Luis en mayo de 987, dejaron el campo libre a las maniobras de Adalberón y Gerberto. Hugo Capeto fue elegido rey en la asamblea de Senlis, en 987.

En este asunto, Gerberto sirvió admirablemente los intereses de Otón III. En 989, la muerte de su protector Adalberón le brindó la sucesión en la sede de Reims, que finalmente cayó en otro competidor, Arnulfo, bastardo del rey Lotario y sobrino de Carlos de Lorena. Arnulfo traicionó a la vez a Otón III y a Hugo Capeto entregando Reims a Carlos de Lorena, el candidato carolingio al trono de Francia. Gerberto, tras permanecer un tiempo unido a Carlos, se alzó contra su arzobispo. Después de dos años de guerra, Hugo Capeto retomó la ciudad y escribió al papa Juan XV para exponerle la situación y pedirle su consejo; pero Juan XV, ganado por los partidarios de Arnulfo, no le contestó. Hugo convocó un concilio nacional en la abadía de San Basle de Verzy, cerca de Reims, para juzgar a Arnulfo, en el que tomaron parte trece obispos y muchos abades, entre ellos Abbon de Fleury-sur-Loire. Abbon, que dirigió la defensa estimó que el concilio era incompetente y que la causa de Arnulfo debería pasar a manos del papa. Pero el obispo de Orleáns, opuesto al abad de Fleury, replicó, invocando los concilios de África del siglo iv, que el papado no tenía que intervenir en los asuntos de las provincias eclesiásticas. Por otra parte, el obispo de Orleáns, en una discusión muy violenta y sin duda inspirada por Gerberto, estimó que los papas no tenían dignidad ni ciencia suficiente para intervenir. Al término del concilio, Arnulfo se declaró culpable e indigno de su función y fue encarcelado; Gerberto fue elegido arzobispo de Reims (junio 991).

El papa Juan XV envió un agente para estudiar la cuestión y convocó a Roma a los obispos y al rey Hugo Capeto. Estos últimos se reunieron en el concilio de Chelles y declararon que «si el papa romano tomaba una medida en oposición con el decreto de los Padres, esta medida era considerada como nula y sin efecto». El legado convocó un concilio en Mouzón, donde Gerberto vino a presentar su defensa. Después el arzobispo publicó las actas del concilio de San Basle, lo que escandalizó al legado, y escribió una carta-tratado a Wilderod, obispo de Estrasburgo, en el que se justifica citando las colecciones canónicas recogidas por su lejano predecesor Hincmaro. Para él «la ley de la Iglesia es la del Evangelio, los Apóstoles, los profetas, los cánones de los concilios y los decretos de la Santa Sede que no se apartan de estos cánones». En marzo de 996, Gerberto decidió ir a justificarse a Roma; fue entonces cuando se encontró con Otón III. En efecto, el rey de Germania había llegado para hacerse coronar emperador por el papa Juan XV, aunque le coronó su sucesor Gregorio V. Capellán y primo de Otón III, Gregorio, de 23 años de edad, no se dejó convencer por los argumentos de Gerberto, a quien Gregorio consideró un «intruso». Desgraciadamente para Gerberto, Hugo Capeto murió y su hijo Roberto el Piadoso, deseoso de revalidar por Roma su matrimonio con su prima Berta, abandonó a Gerberto y llamó a Arnulfo a Reims.

Gerberto dejó Reims y fue acogido por Otón en Alemania, donde fue admirado por el príncipe a causa de su saber. El soberano lo tomó como secretario y consejero personal y Gerberto escribió para su discípulo imperial Libellus de rationali et ratione uti (Libro de lo racional y del uso de la razón). Siguió al emperador a Roma en 998 para restablecer a Gregorio V, expulsado de Roma por Crescentius y el antipapa Juan XVI. Gregorio V fue restaurado, el orden fue restablecido, pero los romanos no olvidaron las terribles represalias. Otón decidió hacer de Roma la capital del Imperio y dar lugar a la «renovación del Imperio romano». Mandó construir un palacio sobre el Palatino, organizó su corte a la manera bizantina, concedió diplomas a favor de las abadías y de los obispos y pidió al papa que nombrara a Gerberto arzobispo de Ravena por haber perdido Reims. Gerberto se mostró un obispo activo y reformador. Luchó para proteger los bienes eclesiásticos atacados por los grandes. Gregorio V murió muy pronto; y Otón ofreció a Gerberto el trono pontificio, quien a pesar de su edad, cerca de sesenta años, aceptó y se convirtió en papa con el nombre de Silvestre II.

e) Silvestre II, papa del año mil. La expansión de la cristiandad


Papa Silvestre II (Gerberto de Aurillac)
Gerberto, de personalidad fuerte, ambicioso y hábil diplomático, aportó al trono de Pedro su inteligencia y capacidad organizativa. Eligió como nombre Silvestre II, que para él constituía un programa. Gerberto se sabía sucesor de Silvestre I, que había reinado con Constantino, el heredero del primer cesaropapismo, el colaborador de esta renovatio imperii que su maestro deseaba emprender.

Otón III, después de pasar algún tiempo fuera de Italia porque no soportaba su clima, se instaló en Roma a finales del milenio. Cada vez más encerrado en su sueño imperial, escogió como residencia el Aventino. Introdujo a su alrededor una etiqueta bizantina e intitulaba su actas: «Yo, Otón, romano, sajón e italiano, servidor de los Apóstoles, por la gracia divina emperador augusto del mundo». Reorganizó la administración de Roma, que en adelante ascendió a capital del Imperio cristiano; aunque ni el papa ni el emperador tuvieron ni el tiempo ni los medios para desarrollar una política universal.

Silvestre II se instaló en el Laterano en abril de 999. Tuvo que resolver las empresas en curso de su predecesor. En primer lugar, el asunto del arzobispado de Reims; restableció a su antiguo rival Arnulfo en su dignidad primera, le perdonó sus faltas y le tomó bajo su protección. La carta a Arnulfo fue la primera de una larga serie dirigidas a Francia, Italia, Alemania, España.

Si durante su arzobispado de Reims se había opuesto a la intervención del papado en los asuntos locales, una vez nombrado papa, aceptó las tesis de sus predecesores y afirmó su autoridad apostólica. Tomó conciencia de la unidad y universalidad de la Iglesia católica. Para solucionar los conflictos entre clérigos y laicos convocó a los adversarios a Roma. Como antiguo monje y abad que había sido, defendió los monasterios contra las incursiones de los laicos y, en contra de sus opiniones anteriores, concedió privilegios de exención a los abades.

En Italia actuó en estrecha colaboración con el joven emperador Otón III. Otón estaba decidido a ejercer su autoridad, como lo prueba la denuncia de la famosa «donación de Constantino». En un edicto de enero de 1001, el emperador, tras proclamar a Roma «capital del mundo y a la Iglesia romana madre de todas las iglesias», denunció todas las malas actuaciones de los papas en relación con los bienes del Imperio y de la Iglesia y la falsedad del privilegio colocado bajo la firma de Constantino. Para mostrar que era el emperador el poseedor de todo, confió a Silvestre II ocho condados de la Pentápolis en el norte de Italia. Otón III, «emperador augusto y servidor de los Apóstoles», afirmó su autoridad en Occidente, no sólo teóricamente, sino en la práctica con su viaje a Polonia en el año mil.

Otón estaba unido por lazos de amistad desde el año 996 con el antiguo obispo de Praga, Adalberto, que se había retirado al monasterio de San Bonifacio y San Alejo sobre el Aventino. Adalberto siguió a Otón a Maguncia y se convirtió en su maestro espiritual. Después de haber peregrinado a diferentes abadías de Francia, Adalberto decidió ir a predicar el evangelio a los prusianos. El 23 de abril de 997 murió bajo los golpes de los paganos. Otón no se consoló jamás de la muerte de su amigo. Multiplicó iglesias y capillas en su honor; hizo componer por los monjes de la abadía de San Alejo una Pasión de San Adalberto; marchó en peregrinación a su tumba (en Gnienzo, Polonia, donde fue acogido por el príncipe Boleslao, que quería recibir el título de rey). Otón lo nombró solamente «hermano y cooperador del Imperio, amigo y aliado del pueblo romano». Pero aceptó que Gaudentius, medio hermano de Adalberto, fuera nombrado arzobispo de Gnienzo con autoridad sobre tres obispados sufragáneos: Kolobzeg, Cracovia y Wroclaw. De este modo la iglesia polaca escapó de la influencia del clero alemán. Silvestre II confirmó estas decisiones.

De regreso a Italia, Otón se detuvo en Aquisgrán; allí, el día de Pentecostés hizo buscar el emplazamiento de la tumba de Carlomagno, a quien consideraba su modelo. Antes de colocarlo en un nuevo sarcófago, se apropió el Evangeliario de la coronación.

Poco después, la cristiandad europea se agrandó con la conversión de Hungría. Esteban, príncipe de Hungría, que quizás había sido bautizado por Adalberto y se había casado con una princesa bávara, deseaba escapar de la influencia del clero alemán tanto como del bizantino y quería recibir la corona real. En la asamblea de Ravena en la primavera del 1001, el papa y el emperador aceptaron crear una iglesia húngara con dos metrópolis, Esztergom y Kaloca, y dieciocho obispados. Uno de los obispos nombrados, Astric, habría llevado a Esteban la corona real el 15 de agosto de 1001.

Con posterioridad, el papa y el emperador enviaron misioneros al país de los lutices y de los prusianos y mandaron a Romualdo, abad de Pereum, y alguno de sus discípulos. Por su parte, Otón se encontró con el duque de Venecia, Pedro Orseolo, y Silvestre II escribió al duque y al arzobispo de Grado para animar el celo religioso veneciano y dálmata. Parece que el papa estuvo también en relación con Vladimir de Kiev, bautizado en el cristianismo en el año 998.

Surgieron dificultades en Tívoli y en Roma, lo que obligó al emperador y al papa a dejar la ciudad e instalarse en Ravena (febrero de 1001). Los romanos, dirigidos por el hijo de Crescentius II, quisieron deshacerse de los extranjeros. Otón III preparó durante meses la reconquista de Roma. Pero el 24 de enero de 1002, víctima de una violenta fiebre, murió en el castillo de Paterno sobre el Monte Soracte, a los 22 años; su cuerpo fue llevado a Aquisgrán para ser enterrado junto al de Carlomagno.

Silvestre II regresó a Roma. Los romanos, que habían recobrado su libertad bajo Crescentius III, dejaron libre a un viejo inofensivo. El papa continuó enviando diplomas y bulas. Convocó un sínodo en diciembre del 1002 y otro en Pascua del 1003. En esta fecha Adalberón de Laón, culpable de haberse levantado contra su rey Roberto el Piadoso, fue invitado a ir a Roma. No lo hizo, y algunas semanas antes, el 12 de mayo de 1003, Silvestre II moría con más de 60 años. Fue enterrado en Letrán.

f) La evolución de la Iglesia imperial


San Enrique II, Emperador
Fue en el reino de Enrique II (1002-1024) cuando el sistema de la Iglesia imperial alcanzó su apogeo, el soberano ganó una reputación de santidad. El rey intervino más que sus antecesores en las elecciones episcopales y en muchos lugares impuso sus candidatos contra los elegidos por los capítulos locales. Enrique II escogió obispos capaces de realizar la tarea que les esperaba, aumentó las donaciones de territorios a sus iglesias, celebró sínodos a lo largo de todo su reino y dirigió en persona la reforma de ciertos monasterios, eligiendo los abades de las más grandes abadías: Hersfeld, Reichenau, Fulda, Corvey. Raramente pudo haber una fusión más íntima de la acción política y religiosa de un soberano germano.

Conrado II (1024-1039) no dejó un gran recuerdo y fue acusado de simonía. Reservó el 50 por 100 de las sedes episcopales para sus capellanes.

Enrique III (1039-1056) adoptó una actitud más rigurosa y más positiva. Su intervencionismo en las elecciones episcopales se extendió al papado. Fue en esta época cuando hubo más obispos próximos parientes del rey (24 de 44 nombramientos). Además de la cruz, el soberano entregaba el anillo a los nuevos elegidos, concedía la iglesia a los clérigos siguiendo la fórmula entonces común: accipe ecclesiam. Fórmula que fue firmada en un concilio celebrado por Enrique III y León IX y que nadie criticó.

A la muerte de Otón III y de Silvestre II, la aristocracia, dirigida por Crescentius III, nombró a los papas Juan XVII (1003), Juan XVIII (1003-1009) y Sergio IV (1009-1012). Con la muerte de Crescentius el papado cayó en manos de la casa de Tusculum, probablemente salida de la familia de Teofilacto, dueño de la Sede Apostólica en el siglo precedente. Tres papas de esta familia se sucedieron en el trono de Pedro: Benedicto VIII (1012-1024), Juan XIX (1024-1032) y Benedicto IX (1032-1044).

Los dos primeros fueron pontífices relativamente enérgicos, pero el tercero, elegido joven, se comportó de manera indigna. Expulsado de Roma en reiteradas ocasiones, surgió frente a él un antipapa, Silvestre III, elegido por un grupo de insurgentes romanos. Benedicto IX, que, según algunos, soñaba con casarse y temía la venida a Italia de Enrique III con quien no se entendía, transmitió su sucesión al arcipreste Juan Graciano, su padrino, hombre virtuoso. Este último aceptó la venta: mil libras de plata, para eliminar a un mal papa, hicieron bueno un mal gesto. Consagrado con el nombre de Gregorio VI (1045-1046), el nuevo papa fue juzgado favorablemente por los reformadores a pesar del irregular modo de su ascensión. Pedro Damián veía en él el retorno de los buenos tiempos de la Iglesia. Pero Enrique III quería intervenir en el papado y puso en el trono de San Pedro a varios obispos alemanes que conservaron su sede episcopal, de manera que varios papas fueron al mismo tiempo príncipes del Imperio. El concilio de Sutri (diciembre de 1046), reunido bajo su mandato, depuso a Silvestre III y a Gregorio VI. Un sínodo romano registra la dimisión de Benedicto IX y lo considera como depuesto. Enrique III designó entonces al obispo de Bamberg, que tomó el nombre de Clemente II, y que coronó emperador a Enrique III el día de Navidad de 1046. Nueve meses más tarde, muere el papa y reaparece Benedicto IX con el apoyo del partido tusculano. Se mantiene en Letrán hasta la llegada del candidato del emperador, el obispo de Brixen, Dámaso II. Pero veintitrés días después de su coronación, Dámaso muere. El emperador designó entonces a su primo Bruno, obispo de Toul, que con el nombre de León IX comenzaría la reforma de la Iglesia.

g) Las asambleas de paz

La Paz de Dios

La sociedad feudal fue una sociedad brutal. Todas las crónicas relatan batallas, muertes, venganzas privadas, levantamientos, destrozos, cuyas principales víctimas fueron los clérigos, quienes recuerdan al rey que debe hacer reinar el orden y el derecho. El rey se encontraba a la cabeza del orden de «los que combaten», por ello debía defender «a los que oran» y «los que trabajan», los campesinos que sin armas estaban indefensos. Pero cuando la autoridad del rey no era respetada, otros debían intervenir. Fue entonces cuando los clérigos y especialmente los obispos se reunieron en asambleas de paz en el sur de Francia.

El cronista borgoñón, Raúl Glaber describió las muchedumbres reunidas con los prelados: «Fue decidido que en ciertos lugares los obispos y los grandes del país reunieran concilios para el restablecimiento de la paz y para la institución de la santa fe» n. El texto establecido, dividido en capítulos, contenía a la vez lo que estaba prohibido hacer y los compromisos sagrados que habían decidido tomar en relación con Dios todopoderoso; de los que el más importante era observar una paz inviolable. Los lugares sagrados o iglesias debían convertirse en objeto de tanto honor y tanta reverencia, que si un hombre punible por cualquier causa se refugiaba en ellas, no padecería daño alguno, salvo si violaba el pacto de paz. Si él arrancaba el altar, debería sufrir la pena prescrita. Aquel que atravesara el país en compañía de los clérigos, los monjes o las monjas no debía sufrir violencia de nadie.

Se ha demostrado que la primera asamblea de paz fue la de Laprade, reunida bajo el obispo de Puy, Guy de Anjou, en 987. El obispo, habiendo agrupado a los caballeros de Puy y sus alrededores hasta diez kilómetros, los obligó a jurar la paz y conceder la libertad a los rehenes. Dos años después, en Charroux, cerca de Poitiers, los obispos de la provincia eclesiástica de Burdeos y el obispo de Limoges lanzaron anatemas contra los violadores de las iglesias, los ladrones de los bienes de los pobres y los que trataban brutalmente a los clérigos. En 990, fue en Narbona donde se juró la paz, y de nuevo en Puy. Los juramentos se prestaban sobre las reliquias.

Hasta este momento, este movimiento sólo había reunido a los grandes aristócratas, pero a partir de 1030, se dirigió a los caballeros, la nueva clase social. Se trataba de hombres muy ricos poseedores de un caballo, milites, que se encontraban comprometidos en el servicio de los grandes, y que querían emanciparse y obtener un puesto en la sociedad. Los caballeros fueron invitados a las reuniones mantenidas en Borgoña por los cluniacenses. El abad Odilón vio en estas asambleas un medio para contener la violencia guerrera y organizó en su iglesia de Cluny una liturgia por la paz. En la asamblea de Verdun- sur-le-Doubs se reunieron los obispos de la región, la nobleza y el pueblo, y «fue jurado un santo pacto ante de las reliquias de los santos». Entre otras cosas se afirma:

«No asaltaré al clero o al monje que no llevan armas ni a los que vayan con ellos sin armas, ni tomaré sus bienes salvo en flagrante delito. No arrestaré a un campesino. No robaré a un hombre el mulo, la muía, el caballo, el jumento u otra bestia que sirvan para el pastoreo. No cortaré, ni golpearé, ni arrancaré las viñas de otro. No destruiré el molino, ni tomaré trigo, salvo en casos de guerra en mi tierra». El obispo de Soisson, que se encontraba en Verdún, intentó celebrar asambleas de paz en el norte del reino. El rey Roberto el Piadoso reunió en 1023 una asamblea en Compiegne que repitió las disposiciones de Verdun-sur-le-Doubs. Junto con Enrique II intentó celebrar un concilio de paz.

Pero algunos obispos, fieles a la tradición carolingia, fueron hostiles a estas asambleas porque, según ellos, sólo debía reinar la paz del rey. Gerardo de Cambray afirmó que «pertenece al rey reprimir las sediciones y apaciguar las guerras, y a los obispos exhortar a los reyes a combatir por la salvación del país». Adalberón de Laón, el adversario de los monjes cluniacenses, se enfrentó a los «concilios rurales» porque en ellos los monjes se mezclaban con los soldados. No obstante, la oposición de estos hombres no creó un movimiento general.

La «Tregua de Dios»

Se trata de la detención de la guerra durante algunos días. En la época carolingia ya estaba establecido que los combates se detuvieran los domingos. En el concilio de Arles (1037-1041), dentro del espíritu de penitencia reinante, se decidió que, durante las grandes fiestas litúrgicas —Navidad, Cuaresma, Pascua de Resurrección y Pentecostés— y aun de jueves a domingo, los caballeros renunciaran a las armas. Esta tregua de Dios se extendió por la Lombardía y Cataluña. En el norte de Francia, Ricardo, abad de Saint-Vanne, la impuso en Flandes y en Normandía.

El cronista Raúl Glaber nos recuerda las condiciones del establecimiento de la «Tregua de Dios»:

«Ocurre en este tiempo, bajo la inspiración de la Gracia divina y en el país de Aquitania, después, poco a poco, en todo el territorio de la Galia, que se concluye un pacto, motivado a la vez por el miedo y por el amor de Dios. Prohibe a todo mortal, del miércoles por la tarde al alba del lunes siguiente, ser tan temerario como para tomar por la fuerza lo que pertenezca a otro, o tomar venganza de algún enemigo. Quien vaya contra esta medida pública, o bien lo pagará con su vida o bien será expulsado de su patria y excluido de la comunidad cristiana. Es bueno que todos apelen a este pacto, en lengua vulgar, llamado tregua de Dios».

Es difícil saber si la «Paz y la Tregua de Dios» fueron observadas. Pero es cierto que estas instituciones definieron la figura del caballero cristiano, que no podía hacer la guerra en ciertos períodos, en los que debía hacer penitencia, mientras que en otros debía poner las armas al servicio de la viuda y del huérfano. Se puede hacer la guerra mientras se combata a los enemigos de Cristo porque, dice el concilio de Narbona de 1054: «cuando algún cristiano asesina a otro cristiano, el que mata al cristiano derrama la sangre de Cristo».

Al contrario, debía luchar contra todos los enemigos de Cristo y en particular contra los más próximos, los musulmanes. El papa animó a los normandos a conquistar Sicilia al Islam. En España, después de la ofensiva de Al-Mansur—saqueo de Barcelona (985), ataque de Santiago de Compostela (997)—, los cristianos pasaron a la ofensiva.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

EL DEBILITAMIENTO DEL PAPADO

CRISIS Y REFORMA EN EL SIGLO X

EL DEBILITAMIENTO DEL PAPADO

a) «El sínodo del cadáver»

Al asesinato de Juan VIII (15 de diciembre de 882) por los miembros de su familia se sucedieron tres pontificados cortos y dignos: Marino I (882-884), Adriano III (884-885) y Esteban VI (885-891). La elección de los papas se hacía sin que el emperador, Carlos el Gordo, pudiera intervenir. Después de la deposición y muerte del emperador, cada reino de Occidente «sacó un rey de sus propias entrañas», según la expresión de un cronista: Eudes en Francia, Arnulfo en Germania, Rodolfo en Borgoña. En Italia, Berengario, duque de Friuli, y Guy, duque de Espoleto, se disputan la corona hasta el momento en que Guy triunfa y Esteban VI se ve forzado a coronarlo emperador (891). Formoso (891-896) fue el sucesor de Esteban, quien, demasiado mezclado en los asuntos políticos, abrió la puerta a las convulsiones posteriores.

Obispo de Porto, misionero en Bulgaria, Formoso había sido suspendido por Juan VIII por haber participado en una conjura y después restablecido por Marino I. Fue contrario a seguir la política de su predecesor y rechazó la coronación imperial de Guy, pero coronó a Lamberto, su hijo. La presión de la familia de Espoleto fue tan fuerte que Formoso llamó a Arnulfo, sobrino de Carlos el Calvo, rey de Germania. Éste, que había pacificado su reino, respondió favorablemente al papa y bajó a Italia. En 896 tomó Roma, y Formoso le coronó emperador. Fue el último carolingio que ciñó la corona imperial. Formoso dio pruebas de un raro espíritu de independencia en relación con la casa de Espoleto, pero ésta vengó su memoria.

Esteban VII (896-897) fue elegido bajo la presión de Agiltruda de Espoleto, viuda del emperador Guy. Para hacerse agradable a los de Espoleto, Esteban organizó un juicio postumo, lo que se ha denominado «el sínodo del cadáver», contra Formoso. Tomó como pretexto que Formoso, para llegar al trono de Pedro, había sido transferido de un obispado a otro, lo que era contrario a las tradiciones antiguas. Formoso fue exhumado, se aderezó su cadáver, y, revestido de los ornamentos pontificales, se le sentó sobre el trono, delante de un concilio romano que condenó al difunto soberano pontífice. Les fueron arrancadas de su cuerpo las insignias episcopales, cortados los dedos de la mano derecha que servían para bendecir y entregados a la muchedumbre. Esta macabra parodia, llamada por irrisión el «sínodo del cadáver», fue la única acción llamativa de Esteban VII, que no contribuyó a agrandar el prestigio del papado. Esteban VII fue depuesto por un motín; durante muchos años, formosianos y antiformosianos estuvieron enfrentados.


Juicio al Papa Formoso
Juan IX (898-900) y después Benedicto IV (900-903) no pudieron apaciguar los disturbios. León V (903) fue recluido en prisión por el antipapa Cristóbal (903-904), y posteriormente suplantado por Sergio III, que se apoyó en los de Espoleto. La lucha contra los formosianos se reanudó. Un concilio dio por nulas las ordenaciones realizadas por Formoso, y diferentes tratados polémicos circularon bajo diferentes nombres. Vulgarius en su poema Invectiva in Romam escribió uno de ellos

b) La dominación de Teodora y Marozia o «la pornocrazia»


Marozia de Spoleto
De 904 a 932, el papado fue dominado enteramente por la familia del conde Teofilacto, uno de los aristócratas elogiado por Vulgarius, secundado por su mujer, Teodora, y sus dos hijas, Teodora la joven y Marozia, esposa en primeras nupcias del conde Alberico de Espoleto y en segundas de Guy de Toscana. Ambas mujeres, superiormente dotadas pero poco escrupulosas, dispusieron del trono pontificio según sus propíos intereses. En tanto que Teofilacto tomaba el título de «duque, jefe de la milicia, cónsul y senador de Roma» (vestuarius et magister militum), que controlaba el tesoro y las tropas militares, Teodora la Antigua y Marozia se arrogaron el de «senadora y patricia ». Marozia fue la amante del Papa Sergio III, a quien le dio un hijo, el futuro Papa Juan XI. Después del asesinato del papa León V (903) y del antipapa Cristóbal (903-904), Teofilacto impuso como papa a Sergio III (904-911), conde de Tusculum. Sergio había sido un aventurero sin escrúpulos. En el año 897 había intentado remover al papa Teodoro II, amigo de Esteban VII e instigador del «sínodo del cadáver », y persiguió a los clérigos consagrados por Formoso. Sus dos sucesores, Anastasio III (911-913) y Landon (913-914), fueron papas insignificantes y Teodora la Vieja impuso la elección del arzobispo de Ravena, Juan X (914-928).

Este prelado, de moralidad dudosa pero gran energía, emprendió la lucha contra los sarracenos y constituyó con los príncipes italianos de Capua, Nápoles y Amalfi y los bizantinos una coalición que logró vencer a los musulmanes en Garigliano, cerca de Gaeta, en 915. El mismo año coronó emperador a Berengario de Friuli. Tras la muerte de éste en 924, después de las incursiones húngaras y de los enfrentamientos sangrientos en Italia del Norte, Rodolfo II de Borgoña fue designado para suceder a Berenguer, pero fue descartado por Hugo de Provenza, quien había sido llamado por Guy de Toscana, el segundo esposo de Marozia, con quien se había casado después del asesinato de Alberico. En esta coyuntura, habiéndose opuesto Juan X al conde de Toscana, Marozia lo hizo meter en prisión y asesinar (928). Marozia entonces llevó sobre el trono de Pedro a León VI (928), Esteban VIII (928-931) y a su propio hijo Juan XI (931-935). Bajo este último pontificado, Marozia esposó en terceras nupcias a Hugo, rey de Italia, a quien ella tenía destinado para el Imperio. Pero Alberico II, hijo del primer matrimonio de Marozia con Alberico I de Espoleto, ganó a la nobleza, depuso a Hugo, hizo encerrar a su madre y al pontífice, su medio-hermano en prisión, donde fueron asesinados primero uno, después la otra. Este último acto violento cerró esta agitada época, pues Alberico se apoderó del poder y lo conservó durante treinta años.

c) El principado de Alberico

Alberico, joven de 18 años, gobernó como un rey en Italia y en el Estado Pontificio bajo el título de «senador y príncipe de todos los romanos», y se impuso a los romanos. Benito de Mont-Soracte deplora su tiranía, pero reconoce sus efectos. Los aristócratas se agruparon en torno a él en su palacio de los Doce Apóstoles (hoy Palazzo Colonna). Designó papas oscuros, pero piadosos y reformadores, cuya efigie se inscribía modestamente al lado de la suya sobre las monedas romanas. León VII (936-939), Esteban IX (939-942), Marino II (942-946), Agapito II (946-955) trabajaron para introducir en Italia la reforma monástica de Odón de Cluny, que viajó en varias ocasiones a Roma. Alberico favoreció el establecimiento de monasterios en Roma, pasando éstos de 19 en el año 900 a 35 en 936. Algunos fueron colocados junto a las grandes basílicas, otros sobre las colinas. Fundó el monasterio de Santa María cerca de su palacio del Aventino, donde se alojaba el abad de Cluny; los de San Lorenzo y Santa Inés, situados igualmente fuera de las murallas. La abadía de San Pablo fuera de los muros de Roma fue reformada por los cluniacenses, así como las grandes abadías meridionales, Montecasino, Subiaco, San Vicente de Vulturno, Farfa recibieron a su vez la reforma. Sin embargo, continuaron las luchas políticas. Hugo de Provenza, el último marido de Marozia, renunció en 946 a sus derechos sobre Italia a favor de su hijo Lotario, pero éste murió en 950, y su joven viuda, Adelaida de Borgoña, fue hecha prisionera por Berenguer de Ivrea, que se proclamó rey de Italia. Adelaida llamó en su socorro a Otón, rey de Germania, quien dio un golpe doble. Esposó a Adelaida y se reconcilió con Berenguer, confiándole el gobierno de Italia. Pero Agapito II, bajo la presión de Alberico, rehusó coronar emperador a Otón (952). Otón, convertido en rey de Italia (951), reconoció la autoridad y el prestigio de Alberico y no quiso acudir a Roma a tomar la corona imperial, cosa que hará bajo el sucesor del senador.

En efecto, Alberico preparó su sucesión designando a su hijo bastardo Octaviano, conde de Tusculum, como príncipe y senador, y, cosa curiosa, sobre su lecho de muerte, Alberico hizo jurar a los romanos que a la desaparición de Agapito elegirían papa a su propio hijo a fin de reunir en la misma persona los dos poderes. Así fue, después de la muerte de Alberico en 954 y de la del papa Agapito II el año siguiente, Octaviano se convirtió en Juan XII, acumulando las funciones laicas y eclesiásticas, pero desgraciadamente este joven no tenía las cualidades de su padre.

d) Juan XII, papa indigno


Juan XII
En 955, Octaviano subió sobre el trono de Pedro y cambió de nombre —lo que hasta entonces no era habitual—, tomando el de Juan XII; pero no cambió de conducta. Tenía apenas 20 años, lo cual le impidió recibir las órdenes sagradas en virtud de los cánones conciliares. Vivió como un príncipe italiano, a imagen de muchos de sus colegas que se encontraban en camino del episcopado, en medio de una corte donde las jóvenes y los militares se entremezclaban, sin olvidar a los eunucos y a los esclavos. Su papado fue vergonzoso, descalificado por un papa interesado sólo en sus amores, en sus festines y en sus cacerías. A pesar de su mediocridad, los servicios de la cancillería pontificia continuaron su trabajo habitual, expidiendo cartas y diplomas. El papa se mantuvo fuera de todas las disputas doctrinales, pero se mezcló en todas las intrigas políticas y su versatilidad le valió la deposición y el exilio. Murió en 964, víctima de su mala conducta.

Deseoso de reforzar la potencia del Estado del que él era soberano, se enfrentó con Berenguer. Por instigación del partido reformador más que por su propia iniciativa, el papa llamó a Otón, a quien diez años antes su padre Alberico había impedido la coronación. Juan XII no había medido el alcance de su gesto. En el curso del invierno del año 961-962, Otón, aureolado por sus victorias contra los húngaros y los eslavos, respondió a la llamada del papa y se dirigió a Italia con un ejército poderoso.

El 2 de febrero de 962, Juan XII consagró a Otón emperador y asoció en su gesto a su mujer Adelaida. Después de un eclipse de treinta años, el imperio renacía. Inmediatamente después, las dos partes renovaron sus acuerdos recíprocos que habían ligado al papado y a los carolingios. Por el privilegio llamado el Ottonianum (13 de febrero), Otón, nuevo Carlomagno, confirmó las donaciones de Pipino y de Carlomagno y añadió, después de una eventual recuperación, los territorios bizantinos de Gaeta, Nápoles y los patrimonios de Sicilia; es decir, tres cuartas partes de Italia eran consideradas como posesiones de San Pedro. Pero al mismo tiempo se restablecía la constitución romana del año 824: el papa debía prestar juramento de fidelidad delante de los missi imperiales antes de ser consagrado; los territorios y los funcionarios pontificios eran colocados bajo control imperial, quien vigilaría la justicia y el orden en la Estados Pontificios. De nuevo la tutela del emperador era instalada en Roma.

Juan XII intrigó con Berenguer y Adalberto. Otón, que estaba haciendo los preparativos para asediar a Berenger, volvió rápidamente y se presentó a las puertas de Roma en noviembre de 963. Juan XII se refugió en Tívoli. Los romanos acogieron al emperador y se comprometieron a no elegir ni consagrar papa alguno sin la voluntad del emperador. El papado quedó en manos del emperador —así sucederá hasta mediados del siglo XI—. Juan XII fue juzgado en su ausencia por un concilio romano que le acusó de ser homicida, perjuro, sacrilego e incestuoso. Fue depuesto, aunque este procedimiento resultara injusto según el tribunal que juzgara a León III, que había declarado en el año 800 que el papa no podía ser juzgado sin estar presente. Un laico, el archivero del palacio pontificio, fue elegido y tomó el nombre de León VIII.

Apenas Otón partió, Juan XII regresó, expulsó a León VIII y persiguió cruelmente a sus adversarios. «El papa murió el 14 de mayo de 964, pero desgraciadamente, como había vivido, la mano de Dios lo alcanzó en el lecho de una mujer casada» (Duchesne). Ante su súbita muerte, los romanos, sin tener en cuenta el juramento prestado al emperador, eligieron a un letrado llamado Grammaticus que tomó el nombre de Benedicto V. Pero Otón regresó, restableció a León VIII y Benedicto fue exiliado a Hamburgo, donde murió en 966. A la muerte de León VIII, pensando Otón que los alemanes estaban mal vistos en Roma, aceptó que un representante del clan aristocrático, Juan, obispo de Narni y probablemente hijo de Teodora la joven, sobrino de Marozia, fuese elegido con el nombre de Juan XIII (965-972). Una revuelta lo expulsó de Roma, pero Otón, durante su tercera expedición en Italia (966-972), lo restableció, y bajo su protección el papa pudo cumplir convenientemente su cargo. En la Navidad de 967 coronó a Otón II asociado al Imperio; después, en 972 a su esposa, la princesa bizantina Theófano, que aportó en dote la Italia del Sur. El emperador restituyó el exarcado de Ravena al papado. En 973, a la muerte de Otón I y de Juan XIII, el nuevo imperio parecía sólidamente establecido y el papado restaurado.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

EUROPA DURANTE LAS SEGUNDAS INVASIONES. EL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO

CRISIS Y REFORMA EN EL SIGLO X

EUROPA DURANTE LAS SEGUNDAS INVASIONES
EL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO

a) Las «segundas invasiones»

La piratería musulmana en el Mediterráneo occidental

A comienzos del siglo IX se iniciaron los ataques musulmanes y sus enfrentamientos navales con las flotas carolingias en el Mediterráneo. Los piratas islámicos parten de sus bases situadas en la costa norteafricana o en la española (Pechina, Denia) y aprovechan también el aislamiento en que viven las poblaciones de Córcega, Cerdeña y Baleares. Desde 827 hay desembarcos y establecimientos fijos, primero en Sicilia, después en Creta y algo después en el sur de Italia, donde los grupos musulmanes ayudaron a los señores cristianos como mercenarios, antes de ocupar, en los años 840 y 841, Tarento, la isla de Ponza y Barí. En 846 una expedición sarracena saqueó Ostia y los arrabales de Roma, pero la reacción del rey carolingio Luis II alejó el peligro durante los veinte años siguientes. Los bizantinos reconquistaron los lugares apresados por los sarracenos, pero los actos de piratería continuaron durante el siglo X.

En las tierras provenzales, las piraterías musulmanas comenzaron en torno al año 840: Marsella y Arles fueron atacadas varias veces. Hacia el año 890 un grupo de musulmanes andalusíes establecieron una base fija en Fraxinetum, el condado de Frejus, cerca de Saint-Tropez. Desde allí lanzaron ataques en Provenza y en los valles de los Alpes, interceptando el curso de los viajeros y peregrinos que iban a Italia, y dominaron los pasos de los Alpes occidentales durante el siglo siguiente, hasta su destrucción en 973. Las amenazas piratas sobre Niza, Antibes, Tulón y Marsella continuaron hasta comienzos del siglo XI. Los musulmanes, por último, mantuvieron aisladas a Córcega y Cerdeña, y conquistaron las Baleares hacia el año 902. En Italia Central, el papa Juan X, con la ayuda de Alberico de Espoleto y Adalberto de Toscana, expulsó a los sarracenos de su escondite de Garigliano (916).

Los escandinavos, vikingos o normandos

Desde el año 835-840 las incursiones vikingas se hicieron más duras y profundas: los escandinavos remontan el curso de los ríos, fijan campamentos fortificados para el invierno, devastan áreas enteras durante varios años consecutivos y obtienen cuantiosos botines, mientras que practican una política de terror contra las poblaciones, en especial contra los clérigos y los monjes. Podemos ahora añadir que en la Francia occidental en 864 (Ordenanzas de Pitres) Carlos el Calvo organizó la restauración de las murallas y la fortificación de puentes, aunque la política de defensa no fue efectiva hasta que pasó a poderes territoriales más reducidos. A partir de las expediciones de los años 856-862 en la región del Sena, los vikingos racionalizaron su agresión, combinando el pillaje con el cobro de tributos por treguas. Son los danegeeld, que aparecieron en 845 en Francia y en 865 en Inglaterra. En el último cuarto del siglo IX, los escandinavos intentaron consolidar sus posiciones, obtuvieron áreas territoriales bien pobladas, aumentaron y mejoraron su colonización y sujetaron a la población a un régimen habitual de percepción de rentas. Alfredo el Grande, con la victoria de 878, salvó su reino de Wessex y a la misma Inglaterra anglosajona.

Los escandinavos continuaron sus ataques en el oeste de Francia. Carlos el Simple detuvo y situó a los guerreros de Rollón en Normandía, a quien concedió el título de duque de Normandía (911), a cambio de la conversión al cristianismo y de la fidelidad vasallática, que le obligaba a defender el reino contra los invasores. Bretaña estuvo asolada hasta el año 936. En Inglaterra, después de la muerte de Alfredo el Grande, sus sucesores intentaron reconquistar el Danellaw, región ocupada por los daneses al norte de la línea Londres- Chester. Solamente York fue conquistada en el año 954. En Irlanda, los noruegos de Dublín, aunque se convirtieron, lucharon contra los reyes de Münster y de Leinster. De 980 a 1030 se produjo la segunda era expansiva de los escandinavos. Su alcance y su influencia en Europa fueron más reducidos.

Los húngaros

Los húngaros o magiares, situados en las llanuras de Panonia, entre el Danubio y Tisza en el 895, realizaron varias expediciones a Bizancio en 934, 958 y 961, pero la mayoría se encaminaron hacia el Occidente europeo. Realizaron sus primeros saqueos en Italia en 899, y por los años 900 a 906 destruyeron Moravia. Desde 906 a 919 lanzaron expediciones casi anuales contra tierras alemanas; penetran hasta la Lorena y atacan sobre todo a los monasterios; Baviera sería atacada entre 913 y 937. El año 922 alcanzaron Italia, hasta Benevento; dos años después saquearon Pavía, recorrieron el valle del Ródano; algunas bandas llegaron incluso a Cataluña. Los cristianos estaban aterrados a causa de estos «nuevos hunos», hasta que Enrique I los venció junto al río Unstrut (933) y Otón I en Lechfeld en 955, en una batalla decisiva que puso prácticamente punto final a estas incursiones.

b) La disolución del Imperio carolingio.

A partir de 830 se sucedieron las revueltas de los hijos mayores de Luis el Piadoso contra su padre, completadas con luchas intestinas entre ellos y con el establecimiento de diversos acuerdos de reparto territorial. El emperador fue obligado a abandonar su puesto en 833, con el apoyo de los obispos, quienes aceptaron su deposición por incapacidad, aunque Luis recuperó el trono un año más tarde. Los proyectos de reparto tuvieron lugar en los años 831, 833, 837 y, muerto Pipino, en 839. A la muerte del emperador, la discordia continuó entre Lotario, Luis, Carlos y Pipino de Aquitania, hijo del otro hermano, ya difunto, del mismo nombre. Después de muchos intentos se llegó al Tratado de Verdún del año 843, por el que los poderes y tierras del Imperio se dividieron en tres porciones: la Lotaringia, gobernada por Lotario, el hijo mayor; Francia occidental para Carlos el Calvo, el hijo menor; y Germania, para Luis, denominado el Germánico, a las que se añadirían, respectivamente, Italia, Aquitania y Baviera. Lotario conservaría el título imperial y las dos capitales políticas: Aquisgrán y Roma.


Tratado de Verdún
Primero desapareció la viabilidad del título imperial como fuerza política superior, que Lotario se había limitado a ejercer, de hecho, en Italia, bajo la tutela creciente del papado. Cuando Lotario murió, en 855, sus dominios se repartieron entre sus tres hijos: Luis II obtuvo Italia, con el título imperial; Carlos, Borgoña, y Lotario II, Lorena. Cuando Carlos murió en 863, Borgoña fue repartida entre los dos hermanos supervivientes, y, al fallecer después Lotario II, sus tíos Carlos el Calvo y Luis el Germánico se repartieron entre sí Lorena (870), mientras Luis II anexionaba Borgoña. En Francia occidental, Carlos el Calvo tropezó con la rebeldía de los bretones y con la de los aquitanos. La Francia oriental o reino de Luis el Germánico tenía las ventajas e inconvenientes específicos de un país nuevo. Entre los inconvenientes: la menor población y el mayor peligro fronterizo en tres frentes (daneses, eslavos y húngaros). Entre las ventajas, la homogeneidad étnica y lingüística de sus gentes, pues todos eran teutones y aceptaban con facilidad la realeza.

Entre los años 875 y 881 se produjeron cambios generacionales y relevos entre los carolingios que contribuyeron a acelerar la ruina del edificio político. Luis II de Italia murió en 875 y su tío Carlos el Calvo, de acuerdo con el papa Juan VIII, recogió la herencia y el título imperial. Al año siguiente fallecía Luis el Germánico, dejando Baviera a Carlomán, Franconia, Turingia y Sajonia a Luis III, y Suabia a Carlos el Gordo, los tres hijos suyos. La muerte prematura de Carlos el Calvo (877), de su hijo y nietos, provocó el colapso del reino de Francia occidental. En 880 Luis III recibió de sus parientes franceses la parte occidental de Lorena. Después de la muerte de Luis III y la de todos los reyes carolingios, salvo Bosón, éste unificó el poder regio en manos de Carlos el Gordo, que recibió el título imperial en 881. Pero fracasó ante los vikingos que asolaban las costas francesas, fue obligado a abdicar en 887 y murió al año siguiente.

La crisis y la disgregación del regnum francorum carolingio toca fondo en el año 888. El título imperial, aunque sobrevive penosamente hasta 924, no tiene significado alguno incluso en Italia. En 887, Arnulfo, hijo de Carlomán, fue elegido rey de los pueblos de la frontera oriental, pero reconoció a Lorena como reino autónomo en 888, el mismo año en que Eudes, conde de París, es elegido rey de la Francia occidental y Berengarío de Friuli se alza con la corona de Italia. En el año 915 Berengarío consiguió la corona imperial, y, a partir de su muerte en el año 924, el título imperial permaneció vacante durante decenios.

c) El nuevo Imperio


Enrique I de Sajonia
 
En Germania, la continuidad dinástica hasta el año 918 favoreció el mantenimiento de la autoridad real, que se vio reforzada por la personalidad de Arnulfo. La dinastía sajona heredaba ciertas prerrogativas reales. Con Enrique I, elegido rey en 919, accede al poder una familia cuyo ducado hereditario, Sajonia, estaba entonces en el apogeo de su poder. Este fundador de la dinastía fue, a la manera de Carlos Martel, un soldado glorioso. Extendió Germania hacia el Este con la victoria de Lenzen sobre los eslavos (929), venció a los húngaros (933) y a los daneses (934). Sometió fuertemente los ducados al rey, especialmente Baviera, y recuperó la Lorena para la corona, preparando así los caminos a su hijo Otón.


Sacro Imperio Romano Germánico
Otón acudió a Italia en 952, tomó Pavía, se casó con Adelaida, la viuda del anterior rey Lotario, y ciñó la corona de hierro lombarda; pero la resistencia de Alberico y del papa Agapito a coronarle emperador y la revuelta interna alemana obligaron a Otón a renunciar, por entonces, al proyecto italiano. Berenguer II volvió a ser rey, mientras Otón se ocupaba de restaurar su autoridad en Alemania y conseguía derrotar a los húngaros en Lech (955). La oposición a Berenguer II y las llamadas del papa Juan XII impulsaron al rey alemán a regresar a Italia. Tomó de nuevo Pavía y la corona lombarda en el año 961 y, esta vez, fue coronado emperador en Roma el 2 de febrero de 962.

Otón I, que se ha convertido en una figura legendaria, casi al mismo nivel que Carlomagno, se formó una idea muy alta de su deber. Del Imperio tenía aún en la memoria el modelo carolingio. Quiso reproducirlo uniendo fuertemente las tierras sometidas a su autoridad, dando al catolicismo el papel de cimiento social que ya le había asignado Carlomagno. Esta preparación religiosa, muy viva en él, acerca su modo de pensar más al de Luis el Piadoso que al de Carlomagno. La Iglesia, en tanto que institución, fue aún más directamente implicada en la construcción política.

Bajo el gobierno de Carlomagno se había visto a los obispos entre los missi, o bien ponerse a la cabeza de su milicia para ir al ost, pero ninguno había ocupado plaza de conde o de duque. Alemania conoció, como Francia durante el siglo X, la progresiva devolución de la autoridad real entre las manos de descendientes de funcionarios carolingios, que constituyeron los comienzos de la feudalidad. Para oponerse a los feudos laicos, Otón desarrolló una verdadera feudalidad eclesiástica, invistiendo a los obispos de poderes de mando.

Ejerció la elección de los obispos con acierto, preocupándose, en sus decisiones, de poblar la Iglesia de sus fieles y de poner a su cabeza a miembros de su familia. Sus hermanos Bruno y Guillermo ocuparon las sedes de Colonia y de Maguncia. Además, Bruno fue el canciller y ejerció sobre la Lorena el control político de un vice-rey. Apoyado sobre una feudalidad eclesiástica numerosa y ricamente dotada, Otón apareció como el rey de los obispos y, según las palabras de Rutger, biógrafo de Bruno, su reino era el regale sacerdotium, el reino de los obispos.

d) El desarrollo del cesaropapismo otoniano


Emperador Oton I
La fuerza del Imperio de Otón fue tal que obtuvo del basileus la confirmación que Carlomagno no consiguió. Después del fracaso de una primera embajada matrimonial de Liutprando cerca de Nicéforo Focas, y una campaña victoriosa en Italia meridional en 970, Theófano, princesa bizantina, se convirtió el 14 de abril de 977 en la mujer de Otón II. Se trataba de una promoción excepcional: la entrada de esta porfirogeneta en la línea imperial germánica que mostraba la audiencia obtenida por Otón más allá de las fronteras de Europa. El nuevo Imperio, el Sacro Imperio romano germánico tenía una extensión geográfica más restringida que su modelo el carolingio. Francia occidental escapaba a su soberanía, pero durante todo el siglo x, los Otones arbitraron los conflictos entre los carolingios y los capetos. El Imperio reposa sobre la unión de Alemania e Italia. Alemania constituía la pieza maestra del edificio. Italia sólo veía al príncipe cuando viajaba a Roma para la coronación o para expediciones punitivas. Este complejo político estaba dominado por lo germánico.

En este Imperio sagrado, dos personajes ocuparon el sumo del poder, pero no había igualdad entre ellos. Ciertamente, estaba aceptado que la consagración pontificia constituía al emperador. Pero en el cesaropapismo otoniano, a imagen del carolingio, el papa ocupaba el segundo lugar. El emperador lo tenía en la mano; el debilitamiento anterior del papado acrecentó el desequilibrio entre los dos poderes. Pero aun cuando los papas fueron sometidos al emperador, continuaron interviniendo. Juan XIII permaneció fiel a Otón I. El papa y el emperador pensaron en la celebración de un gran concilio en Ingelheim, pero el papa murió antes de su celebración y Otón I le siguió al año siguiente (973).

En los comienzos, Otón I se manifestó severo con el papado: la deposición de Juan XII, la elección de León VIII (963), a pesar de las protestas de los romanos, manifestaron la determinación del emperador de controlar el papado aplicando los derechos renovados del «privilegio otoniano». Pero si bien el emperador ejerció su tutela sobre la Santa Sede, identificó su causa con la de la Iglesia y pobló su propio gobierno de clérigos. La influencia de los clérigos aumentó sobre los sucesores de Otón I, más débiles.

Los otonianos no favorecieron el mantenimiento de la obra de su fundador. Otón II (973-983) tuvo dificultades con sus vasallos y chocó en su intento de extender efectivamente su autoridad a Italia del Sur, al sufrir la derrota de Cortona, cerca del cabo Colonna (982). Desde su advenimiento el papado le había dado grandes disgustos: la nobleza romana fue dirigida contra el emperador germánico por la potente familia de los Crescencios. Benedicto VI (973-974), elegido papa poco después de la muerte de Otón I, fue depuesto por el duque Crescentius, hijo de Teodora la Joven, encarcelado y estrangulado. El diácono Franco, ambicioso y sin escrúpulos, jefe del partido griego en Roma, fue designado para enfrentarse a la autoridad imperial. Tomó el nombre de Bonifacio VII (974). Al cabo de seis semanas, un enviado imperial, el conde Sicco, lo expulsó y huyó a Constantinopla llevándose el tesoro de la Iglesia. Crescentius murió en Roma con el hábito monástico. Benedicto VII (974-983), protegido por Otón II, tuvo un pontificado apacible. Por instigación del emperador fue reemplazado por Pedro, obispo de Pavía, archicanciller para el reino de Italia, que tomó el nombre de Juan XIV (983-984). Pero el emperador murió en Roma, donde había venido para hacer papa a Juan XIV, a la edad de 28 años en 983, dejando un niño de tres años bajo la tutela de Theófano, y fue enterrado en San Pedro.

Aprovechándose de los desórdenes que siguieron a la muerte del soberano, Bonifacio VII regresó de Constantinopla, tomó asiento en Letrán, expulsó a Juan XIV y lo encerró en el castillo de Sant' Angelo e hizo que muriera. Pero un año después, el usurpador murió repentinamente, posiblemente envenenado; fue reemplazado por Juan XV, de la familia de Crescentius. Los romanos se aprovecharon de Otón III y de la revuelta de su primo Enrique de Baviera.

Juan XV (985-986) no tenía gran personalidad y fue criticado por su nepotismo y por su debilidad por los regalos. Dejó que Crescendo II, llamado Nomentanus, gobernara Roma del mismo modo que anteriormente lo había hecho Alberico como «senador, duque y cónsul de los romanos». No quiso entrar en conflicto con la emperatriz Theófano, que ejercía la regencia por su hijo menor Otón, nacido en 980. En el exterior, Juan XV o sus consejeros trataron de intervenir. Impusieron la paz entre Ricardo I de Normandía y el rey anglosajón Aethelredo ante la pujanza de los daneses. Pero Juan XV rehusó reconocer a Gerberto de Aurillac, nombrado para la sede de Reims por Hugo Capeto (991). La tutela de Crescencio se hizo a su vez insoportable y Juan XV se dirigió a Otón III y lo declaró mayor de edad en 995.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

LAS LETRAS CRISTIANAS

LAS IGLESIAS CRISTIANAS DESPUÉS DE LA CAÍDA DEL IMPERIO DE OCCIDENTE (400-730)

LAS LETRAS CRISTIANAS

a) Italia: Boecio (c.480-c.524), Casiodoro (c.490-583), Gregorio I Magno (c.540-604)

Ya hablamos en otro lugar del papel importante que Boecio y Gregorio Magno representaron para las letras cristianas y como últimas manifestaciones de la cultura antigua.


Casiodoro
En la Italia del Sur, Casiodoro, antiguo ministro de Teodorico, fue uno de los más grandes sabios de su tiempo. Organizó centros de estudio en Vivarium; sabía que en una época de crisis era necesario organizar una biblioteca con obras profanas y religiosas y traducir las obras griegas. En sus Institutiones nos dejó una especie de catálogo de esta biblioteca, que comprendía obras religiosas y profanas, pues los libros clásicos eran necesarios para la exégesis de los monjes. Los manuscritos reunidos por Casiodoro llegaron a Roma y enriquecieron la biblioteca de Letrán, antes de ser utilizados por los sabios de Inglaterra.

Casiodoro nació hacia el año 485; era hijo de un prefecto pretoriano. Realizó sus estudios de retórica en Roma. Su carrera conoció un eclipse entre 527 y 533. Conserva sus cargos tras la muerte de Teodorico y se retira en 538. En 540 es llevado a Constantinopla en el séquito cortesano del rey ostrogodo por el general bizantino Helisario. Su carrera civil se para en este punto. De el queda una colección de diez libros de cartas, las Variae. Escribe una Historia de los godos, de la que se conoce un resumen.

b) Francia: San Gregorio de Tours (538-594) y Venancio Fortunato (c.530-600)


San Gregorio de Tours
Dos nombres marcan la literatura cristiana gala durante el siglo VI, Gregorio de Tours y Fortunato, ambos con dos ópticas y estilos muy diferentes. Gregorio había nacido en Clermont hacia 538 en una familia senatorial. Realizó unos buenos estudios para su tiempo, pero en la práctica muy sumarios. No tenía un conocimiento serio de la gramática ni de la retórica y sus obras están llenas de graves errores. Gregorio defiende su rusticidad. En 573, cuando ya era sacerdote, fue aclamado como obispo por el clero de Tours. Ocupó su vida entre la acción pastoral y la redacción de sus obras. Junto a cinco obras hagiográficas sobre San Martín, San Julián, los mártires, los confesores, los Padres —De virtutibus sancti Martini (574-575), De passione et virtutibus sancti Juliani (585), De gloria Martyrum (587), De gloria confessorum y Vita Patrum (594)—; su obra más importante sigue siendo la Historia de los Francos (Historia Francorum). Abarca la historia de los pueblos francos desde la creación del mundo hasta sus días, pero a partir de 561 narra los sucesos de los que ha sido testigo y aporta las pruebas de su narración de una manera seria y crítica muy aceptable para su tiempo. La muerte interrumpió su obra en el año 594. La Historia de los Francos es la gran fuente de que disponemos para conocer la sociedad franca del siglo vi. Fue, además, un diligente obispo que realizó importantes reformas en su diócesis.


Venancio Fortunato
Venancio Fortunato nació en Italia, cerca de Treviso, hacia el año 530. Educado en Rávena, partió en peregrinación a Tours en 565. A su paso por Metz en 566 celebró las bodas de Sigiberto, rey de Austrasia, con Brunequilda con un poema que le valió su consagración oficial. A la vuelta, se detuvo en Poitiers para venerar la tumba de San Hilario, y allí fijó su residencia, convirtiéndose en un amigo de Santa Radegunda y en familiar de la Santa Cruz. Ordenado sacerdote, fue elegido en 597 obispo de Poitiers y murió en el año 600. Fortunato, poeta amable y fácil, compuso poemas de circunstancias y se elevó a la gloria cuando escribió los himnos Pange lingua gloriosi y Vexilla regís prodeunt, aún en uso en la liturgia latina, para acoger, en 568-569, el verdadero trozo de la cruz que Radegunda recibió de Constantinopla. A la muerte de su protectora, escribió su vida, completando su obra de hagiógrafo (vidas de San Germán, de San Pair de Avranches, de San Aubin de Angers). Se puede considerar a Fortunato como el último de los poetas latinos de la decadencia. Después de él y Gregorio de Tours, ningún nombre ilustra las letras francas. Sólo se conserva a finales del siglo vn y comienzos del vm la mediocre crónica del Pseudo-Fredegario, testigo de la degradación definitiva de la lengua y del empobrecimiento del pensamiento.

c) La aportación cultural hispana: San Isidoro de Sevilla (570-636)


San Isidoro de Sevilla
La Hispania romana tardía no abundó en doctores de la Iglesia, en obispos y en abades, pero la Hispania visigoda alcanzó altas cotas. En el siglo vi floreció una nueva vida espiritual estimulada por la afluencia de orientales y africanos. Mérida tuvo en la primera mitad del siglo vi tres metropolitas orientales. La restauración de Justiniano reforzó en el sur de la Lusitania, en la Bética y en la región de Cartagena el influjo griego. Las relaciones entre Hispania y África eran muy antiguas y se reforzaron con las oleadas de inmigrantes, abades con sus conventos, que el rey de los vándalos Hunerico (477-484) empujó hacia Hispania.

La floración de autores en la España de finales del siglo VI y a lo largo del siglo VII es tal que no dudamos en considerar a la Península Ibérica como una potencia cultural de la Europa de aquellos años. Casi todos estos autores, al menos los más importantes, fueron eclesiásticos. Puesto que no podemos detenernos en cada uno de ellos, daremos un escueto relato para fijarnos en el más importante de todos. Cabe mencionar a Liciniano de Cartagena (siglo VI), Juan de Biclara (c.540-621), Braulio de Zaragoza (c.585- 643), Eugenio II de Toledo (fines del siglo vi-657), Ildefonso de Toledo (principios del siglo VII- 667), Julián de Toledo (642- 690), Tajón de Zaragoza (siglo VII), Idacio de Barcelona ( + c.689), Quirico de Barcelona (siglo VII). Los obispos sabios de Zaragoza y de Toledo, nutridos también de las letras paganas y cristianas, escribieron mucho. Algunos clérigos volvieron la espalda a una cultura humanista que les parecía sin futuro: Fructuoso de Braga (principios del siglo VII- c.665) y Valerio del Bierzo (c.630- c.695) adoptaron una cultura ascética únicamente religiosa, de tipo monástico.

Isidoro nació probablemente hacia el año 560, después de haber emigrado su familia de Cartagena a Hispalis (Sevilla). Huérfano desde niño, debe su formación religiosa, junto con sus hermanos Fulgencio y Florentina, a su hermano Leandro, jefe de la familia. Isidoro siguió la carrera eclesiástica y política de su hermano, a quien sucedió en la sede metropolitana de Sevilla hacia el año 600. Celebró sínodo en Sevilla en 619, otro de fecha desconocida y otro en 628 o 629, y presidió también el concilio IV de Toledo de 633. A la muerte del metropolitano, 4 de abril de 636, nadie puso en duda su santidad. Pero sus restos fueron trasladados en el 1063 a León por el primer rey de Castilla y León, Fernando I.

Apoyado en las justificaciones que Agustín y Gregorio Magno habían dado acerca de la necesidad de un serio fundamento cultural para una vida de fe individual y colectiva, Isidoro asoció a su vocación religiosa un gusto personal por el saber universal. Construyó, a partir de las categorías de la gramática antigua, una especie de teología del lenguaje que percibe en toda palabra humana su misteriosa relación con el Verbo de Dios. Este descubrimiento se manifiesta a través de obras gramaticales que abren y facilitan la exploración de las palabras de Dios, en las Diferencias, donde el uso de una técnica de distinción semántica se aplica también a las palabras de la Revelación y a un vocabulario teológico. Esta reflexión se va a extender a los veinte libros de las Etimologías, la obra más leída por los maestros de la Alta Edad Media, en los que, con una erudición enciclopédica que abarca todo el mundo conocido, se utiliza la etimología como una búsqueda del origen de las cosas a través del de las palabras. Isidoro une una filosofía del lenguaje —que a través de Varrón se remonta al estoicismo— al uso que de la etimología hicieron los judíos, seguidos de los cristianos, para alcanzar una exégesis ordenada y descifrar la Palabra de Dios contenida en las Escrituras. Esta vasta enciclopedia estaba destinada a reemplazar las enciclopedias paganas.

Pero Isidoro escribió otras muchas obras. En relación con la Sagrada Escritura escribió dos obras más importantes: Differenciarum libri dúo: a) De differenciis verborum, b) De differenciis rerum, donde aparecen las ideas maestras de la exégesis y la obra más interesante, titulada Mysticorum expositiones sacramentorum o Exégesis de los sentidos sagrados y espirituales, también conocida por Quaestiones in Vetus Testamentum. Junto a estas dos obras más importantes escribió otras cuatro como instrumentos de trabajo más modestos: Prooemiorum liber unus; Allegoriae quaedam sacrae Scripturae; De ortu et obitu Patrum; Liber numerorum qui in sanctis scripturis occurrunt. Sobre historia escribió: Chronicon; Historia Gothorum, Wandalorum, Sueborum, una obra consagrada por completo al elogio de los godos desde sus orígenes bíblicos (Gog y Magog, nieto de Noé e hijo de Jafet) al triunfo definitivo de Suintila sobre los bizantinos, a la que se añaden dos apéndices sobre los vándalos y los suevos. La obra se cierra con una Recapitulación, que constituye un elogio de las virtudes y de las hazañas de los godos y está precedida por una famosa, artística y poética Alabanza de Hispania (De laude Spaniae). Se cierra este conjunto con De viris illustribus y De haeresibus.

La obra dogmática de Isidoro está recogida, fundamentalmente, en dos tratados. El primero, que carece de título y que San Braulio lo denominó Sententiarum libri tres, de carácter dogmático; el segundo versa sobre la conversión y el tercero es de ética y moral. El segundo tratado lleva como título: Defide catholica ex veteri et novo testamento (Contra iudaeos libri dúo), escrito para su hermana Florentina, ha sido calificado como el intento más hábil y lógico de cuantos se emprendieron en la antigüedad para presentar la verdad de Cristo.

Como un manual de liturgia se puede considerar la obra De Ecclesiasticis offciis, escrita a petición de su hermano Fulgencio. El primer libro, De origine officiorum, trata propiamente de los oficios y culto divino; el segundo, De origine ministrorum, estudia el ministerio de las personas y su origen. Dos obras del santo hispalense se pueden incluir dentro de la ascética: Synonimorum libri dúo, que, atendiendo exclusivamente al título, ha sido erróneamente clasificada entre las obras gramaticales, pero su subtítulo, De lamentatione animae peccatricis, deshace el error sobre su verdadero contenido, una fervorosa efusión de afectos del alma pecadora, que anhela salir de sus desgracias. Por último, la Regula monachorum, que tiene como característica la dulzura, la suavidad, la temperancia.


Basílica de Santa Leocadia de Toledo
El concilio IV de Toledo, reunido el 5 de diciembre de 633 en la basílica de Santa Leocadia de Toledo, presidido e inspirado por Isidoro de Sevilla, es de una amplitud excepcional; los 75 cánones de sus actas pasan por la liturgia, las funciones y deberes de los obispos y de los clérigos, hasta las disposiciones sobre los judíos y los monjes, terminando con el largo canon 75, que constituye la ley fundamental de la monarquía visigoda católica.

Tras la muerte del doctor egregio Isidoro de Sevilla, el más grande sabio de la época, los centros culturales de la zona mediterránea se trasladaron al interior de Hispania; Málaga, Sevilla, Cartagena y Valencia pasaron a segundo término. Mérida y Zaragoza reafirmaron sus puestos respectivos en la Iglesia peninsular, mientras que volvió a florecer Toledo con los dos Eugenios, Ildefonso y Julián. El godo fructuoso, que se había criado en Palencia, vino a ser entre los años 640-650 el padre del monacato de Hispania. Escribió su regla para la Iglesia del Bierzo, donde después vivió también su biógrafo Valerio de Astorga. El rey Recesvinto nombró a Fructuoso obispo de Dumio y finalmente metropolitano de Braga.

Los hombres de Iglesia de primera fila de aquel tiempo plasmaron la liturgia (después llamada mozárabe). El líber de virginitate sanctae Mariae de San Ildefonso de Toledo representó un hito en la historia del culto de María.

d) Los medios culturales monásticos de las Islas Británicas. Beda el Venerable (672-725)


Monasterio de San Pablo en Jarrow.
En los medios monásticos de las Islas Británicas se desarrolló una nueva cultura religiosa. Los monjes celtas —de San Columbano (c.543-615) ya hablamos) —, durante mucho tiempo aislados del mundo mediterráneo, se pusieron a estudiar el latín, que para ellos era una lengua extranjera, de la que tenían necesidad para las celebraciones litúrgicas y la lectura de la Biblia. Estos ascetas se convirtieron en sabios en exégesis escriturística, en cómputo, en derecho canónico. Transmitieron los principios de esta cultura religiosa a los monjes anglosajones y éstos a los del continente. A finales del siglo VII, los monasterios anglosajones, relacionados con Roma, recibieron libros y maestros. El monasterio de Jarrow, fundado por Benito Biscop, fue, gracias a Beda el Venerable, el foco de estudios más importante en la primera mitad del siglo VIII.


San Beda
Beda, llamado el Venerable, aunque canonizado y por ello santo, aparece como el instigador del nacimiento de las letras cristianas en Inglaterra. Hasta su muerte, en el año 735, residió en el monasterio de Jarrow, donde entró muy joven. Beda se benefició de la importante biblioteca acumulada por Benito Biscop, durante sus viajes a Europa, para enriquecer sus conocimientos. Una sólida formación intelectual, el gusto por la claridad y la probidad del pensamiento le permitieron sacar el mejor provecho de esta documentación. Escribió más de cuarenta obras.

Para enseñar la Sagrada Escritura, multiplicó las obras susceptibles de ayudar a los jóvenes monjes a su comprensión y a su interpretación. Los manuales elementales constituyen en su producción un primer paso. De la métrica, De las figuras y de los propios, De la ortografía, De la naturaleza de las cosas. Su obra propiamente religiosa toca todos los géneros: poema Sobre el Día del Juicio, libros sobre Los lugares santos, Homilías sobre la Escritura, de las que se encuentran aún hoy pasajes en las lecciones del Breviario romano. Como Gregorio de Tours o Isidoro de Sevilla, quiso dejar testimonio sobre la historia de su pueblo y escribió la Historia eclesiástica de la nación inglesa, la Historia de las abadías de Wermouth y de Jarrow y la Vida de San Cuthherto. Por su característica enciclopédica da elementos del patrimonio antiguo y proporciona los materiales para los escritores siguientes.

Hostil a las artes liberales como eran enseñadas en la Antigüedad, construyó, a partir de la Biblia, un programa de estudio. Los tratados de gramática antiguos son indispensables para conocer la Sagrada Escritura, los manuales de métrica permiten la creación de una poesía cristiana religiosa, la aritmética y la astronomía no son estudiadas por sí mismas, pero sirven para fijar los grandes momentos de las fiestas religiosas y, ante todo, de la Pascua. Desde su convento, Beda fue el consejero y el inspirador de Egberto, ascendido a la sede de York en 732. Egberto, hermano del rey Edberto de Nortumbría, había completado su formación mediante un viaje a Roma, donde había recibido el diaconado. Su obra fue esencialmente pastoral. Escribió un Diálogo de la institución eclesiástica sobre la disciplina y un muy importante libro litúrgico, el Pontifical. Se le ha atribuido durante mucho tiempo un Penitencial, considerado hoy como una obra posterior, de mediados del siglo IX, proveniente, puede ser, de la región occidental del Imperio carolingio. Bajo su pontificado, la escuela episcopal de York alcanzó un desarrollo considerable y se convirtió en un instituto de enseñanza superior muy activo. Para dirigirla asoció a su pariente Aelberto, que le sucedería a su muerte en el año 766. Su resplandor ilumina nuevamente los hogares culturales de Europa, el renacimiento carolingio procede directamente de allí.

Ningún conocimiento podía existir fuera del círculo de la fe. Éste fue el principio adoptado por los monasterios y los autores de las Islas Británicas y del continente, que se convertiría en una de las columnas sobre las que se habría de edificar el Renacimiento carolingio.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS